Tengo ganas de escribir de comida.
Creo que junto con la música, se trata de un universo inagotable y difícil de transformar en prosa; la descripción de ambas experiencias toma infinidad de cuartillas y no necesitas ser experto ni en lo primero, ni en lo segundo para entender el mensaje.
Mi columna favorita sobre gastronomía es la que publica Alonso Ruvalcaba en La Jornada.
Bueno, la cosa es que hoy escuchaba a los muchachos de Antisocial comentar la encuesta taquera publicada por El Centro donde el suadero confirmó su reinado en el paladar capitalino.
Me gusta el suadero.
Como a todos, hombre.
Enfrente de casa de mis papás había un puestecito glorioso, echaban una pieza gigante sobre el comal (¿era parrilla, era plancha?) y cada tanto la señora que atendía se encargaba de mantener la mercancía hidratada con la propia grasa del animalito. Usaba una cucharita de peltre para realizar la tarea. Dos con todo, tres sin verdura, ya que pedías cortaba un fragmento, lo colocaba sobre un madero (no era tablita de picar, era un pedazo de árbol, tal cual) y ahí transformaba el cacho en finos cubitos grasientos que te explotaban en la boca.
Cuando, por menso, me quedaba, sin llaves o alguna cosa de esas, aquel era mi refugio para matar una hora. Quiero pensar que mi presencia servía para atraer más comensales, como estaba enfrente de una parada de camión sí llegaba banda, algunos se asmoaban y seguro pensaban, si este vato no se ha caído muerto ha de ser que no están tan malos y después de inspeccionar fugazmente mi plato, se acomodaban y con este acento ñero, chilango, cantado, bonito que nos une a todos recitaban su orden.
El Negro me llevó un día a un suadero fenomenal. Cerca de la EMI, debe haber sido 1998, hacía un chingo de calor. Puesto de lámina blanca, frente a un Superama en las proximidades de Río Tigris.
Por casa de la mamá de D hay un narcosuadero satánico. Un lugar rarísimo que abre 24 horas (dicen que lo que mantiene activos a los meseros son las cantidades industriales de perico que aguardan su traslado hacia alguna primaria en la bodega) y cuyos dueños, rumores de la colonia, han mantenido a raya a la competencia mediante rituales de magia negra. Sea lo que sea, su oferta es regular, el suadero más bien pastoso, dos tres, la leyenda me gusta de cualquier modo.
Copacabana tiene buen suadero. Una madrugada saliendo de Radioactivo me fui solo: estaba aprendiendo a producir en Dalet y me costaba mucho trabajo, me tardaba años, je. Al Dyaxis no me animé a entrarle, no entendía las gráficas. En Copacabana (obvio la de Coapa, la original), el suadero está grasosito, resbaloso, te deja una película por todo el paladar y va bajando, a las dos horas se convierte en una especie de barniz alrededor del intestino.
En tacos Marvichi (una Ichi Van en los rumbos de Polanco, parte de la gastronomía guerrilla) el suadero no es suadero, los expertos sabrán, pero según este servidor allí nos ofrecen ese manjar que en Guadalajara se llama carnaza. Ahí me corrigen si me equivoco.
El Rey del suadero, también por Polanco, cerca del Liverpool de Mariano Escobedo, es regular, ya lo he dicho antes, estaría bien si se llamara El delegado del suadero, El subprocurador del suadero o El fiscal especial del suadero, pero ya para usar títulos nobiliaros no le alcanza.