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Cuadro primero
Eran las carcajadas quienes iban y venían peinando la mesa por lo largo, por lo ancho; jalaban el mantel, movían de sitio los vasos.
Decidió el profesor Gerardo que la noche estaba por conocer su único, irrepetible clímax, de manera que abandonó su silla y se encaminó hacia los catorce escalones que lo dejarían frente a la puerta de su habitación.
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Cuadro segundo
Negros.
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Cuadro tercero..
Chocolate DeViller. Uno solo para P y para mí. Poliedros en la superficie, cada uno con relleno distinto: cajeta, pistache, un espeso líquido rosa que se aseguraba ser fresa. En el reverso del empaque un diagrama decodificaba el misterio: números, colores y formas, servían como guía para saber qué te estabas llevando a la boca.
El asiento trasero de una Caribe verde servía como escenario para la repartición del botin, que nos proporcionaba las calorías y el entretenimiento suficiente para no estar dando lata durante el interminable camino.
Chocolate DeViller la golosina que el Siglo XXI olvidó.
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Cuadro cuarto
El móvil de mi primer robo fue la gula, la víctima unos Piedrulces. No me quiero hacer el inocente y ya sé que el desconocimiento de la ley no exime de su cumplimiento, pero debo decir que a esa edad (tres, probablemente cuatro) no entendía el concepto "dinero"; sólo veía que los chamacos de mi kinder aguardaban en la fila, llegaban a la caseta, ordenaban y seguían con sus asuntos. Traté de imitarlos pero acabé en la dirección; desde entonces sé para qué se usan las monedas.
Los Piedrulces eran fantásticos, venían en una diminuta caja roja de cartón que simulaba una pantalla de televisión de bolsillo. En la carátula venía el rostro de algún pesonaje y en el reverso una escena cándida de la serie muy probablemente reimaginada por un artista local. Me gustaban tanto, sobre todo los rojos, que un día traté de inhalarme uno; el único efecto que tuvo fue mandarme de inmediato al hospital. Desde entonces por las narices sólo me meto la nata café que en el DF llamamos de forma entusiasta "aire".
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Cuadro quinto
Antes las bombas de ácido no se las daban a los niños.
Mi tía Pacho y mi tía Sarita tenían siempre un arsenal de dulces redondos con líneas blancas que lucían maravillosos en su sala, parecían mandados a hacer para embonar con la decoración de su pequeño hogar en Ixtayopan.
Esos caramelos sabían a anís o a canela, se acomodaban en un tazón dorado y anunciaban la llegada de la hora en punto cantando canciones de Pedro Vargas. Aunque los retrataran con cámaras modernas salían siempre en blanco y negro.
Nadie, jamás nunca ha vuelto a conseguir la combinación adecuada de pigmentos para llegar a ese verde, dicen que salía machacando en un molcajete escamas de dragón.
A mi paladar de niño de cuatro años no le resultaba atractivo el sabor, supongo que así aprendí quela desilusión se esconde, a veces, en disfraces bellos.
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Cuadro sexto
Negros.
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Cuadro séptimo
Los catorce escalones estuvieron nuevamente frente a él. Descendió.
Tupac, tupac, tupac, sonaron sus zapatillas deportivas de tres franjas sobre la madera de los peldaños.
Brillaba en su mano una tableta multicolor, pluriaromática. Ninguno de los presentes la podría describir dada su estructura molecular inestable que le hacía mutar cada segundo.
Era el momento por todos esperado, por todos anhelado: era la hora de probar la golosina definitiva, la golosina que, al contacto con la lengua enviaba al cerebro los sabores de todas las golosinas del mundo.
Un solo bocado fue suficiente para que cada comensal incrementara dos tallas y doce kilos en una noche.
No importó, pues las carcajadas siguieron, sonaban como una canción pop inolvidable, como un abrazo tibio, como un crucigrama resuelto.
El siguiente enunciado sobra, pero he recibido órdenes precisas de aquí reproducirlo: Fueron todos infinitamente felices.
lunes, noviembre 05, 2007
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